Su llegada, ese 16 de agosto de 1980, fue un eco doloroso del pasado que la acompañaba desde hacía 35 años. En lo más profundo de su memoria, se erigía imborrable la imagen de un gigantesco hongo de destrucción, un espectro atómico que emanaba un calor infernal y amenazaba con devorar todo lo que amaba. Esperanza Olayo de Matsuraki, quien había sobrevivido a poco más de 100 kilómetros del “punto cero” en Hiroshima, regresaba al Perú en un intento de sanar esa herida que el tiempo no había logrado cerrar. Hoy, mientras la humanidad conmemora los 80 años de ese trágico día de agosto, la historia de Esperanza nos recuerda la cruda resiliencia del espíritu humano ante el dolor y horror que aún nos conmueve.
En la madrugada del 6 de agosto de 1945, el bombardero B-29, bautizado como “Enola Gay” por su piloto, despegó desde la isla de Tinian. A las 8 y 15 de la mañana, sobrevolando Hiroshima a 10.000 metros de altura, lanzó la bomba atómica. Cuarenta y tres segundos después, cuando la aeronave ya se encontraba a 15 kilómetros del epicentro, el artefacto explotó a unos 200 metros sobre la ciudad, desatando una devastación sin precedentes.

La bomba sobre Hiroshima marcó a la humanidad, sorprendiéndola, enmudeciéndola, desmoralizándola. Porque nunca se había visto lo que se vio: un gigantesco estallido destructivo y masivo, un clamor de muerte que resonó por todo el mundo, sellando un capítulo de terror que, hasta hoy, sigue siendo un fantasma que acecha la conciencia humana.
EL COMERCIO ANTE LA HISTORIA VIVA: ENTREVISTA CON UNA TESTIGO-SOBREVIVIENTE
Habían transcurrido 35 años de ese suceso, y el diario El Comercio publicó, el domingo 17 de agosto de 1980, una crónica estremecedora. Era la historia de Esperanza Olayo de Matsuraki, una mujer peruana, de 66 años, que había regresado a su tierra natal después de 46 años de vivir en Japón, país al que había llegado casada con un ciudadano japonés con solo 20 años de edad.
Su viaje de regreso al Perú no fue un simple reencuentro con sus raíces, sino el emotivo epílogo de una vida marcada por la distancia, la pérdida y, sobre todo, el horror de haber sobrevivido a la bomba atómica de Hiroshima, o como le llamaron los militares norteamericanos de esos años: “Little Boy”.

En una conmovedora entrevista en el aeropuerto internacional Jorge Chávez, la señora Olayo, a pesar de la alegría de pisar nuevamente suelo peruano, no pudo evitar que las lágrimas afloraran al recordar el día fatídico en que el cielo ante ella se iluminara con una inmensa luz fría y un hongo mortal se elevara sobre el horizonte.
“Aquello fue horrible”, contó a los redactores del diario Decano. Pasaban las 8 de la mañana, y “aún recuerdo aquel gigantesco hongo que se alzó con la explosión, que destruyó todo. Fueron momentos terribles”, declaró Esperanza Olayo de Matsuraki.
ESPERANZA OLAYO DE MATSURAKI, UNA MUJER DE CARÁCTER
La historia de Esperanza Olayo era un testimonio vivo de la resiliencia humana. Natural de Santiago de Chuco, La Libertad, en 1934 se había casado con el japonés Kensy Matsuraki. Juntos se vieron obligados a abandonar el Perú al estallar la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), una medida que, según los archivos, las autoridades peruanas de entonces impusieron a muchos ciudadanos japoneses.

De una modesta vivienda en las cercanías del Colegio Nacional Nuestra Señora de Guadalupe, en la avenida Alfonso Ugarte, Esperanza y su esposo se trasladaron al pueblo de Hofu, en la prefectura de Yamaguchi, a 113 kilómetros de distancia de Hiroshima. Fue allí, en esa tierra lejana, donde la vida le enseñó las más duras lecciones.
Durante la entrevista, Esperanza Olayo rememoró su vida en Japón, una existencia de arduo trabajo al lado de su esposo. Ella se desempeñó en diversos oficios como la albañilería, carpintería y agricultura. Con el tiempo, enviudó y, aunque para entonces (1980) recibía el apoyo de sus hijos y una pensión del Gobierno japonés, los fantasmas del pasado seguían persiguiéndola.
La detonación de la bomba nuclear había dejado una huella imborrable en sus recuerdos, y era una pesadilla que aún la despertaba por las noches. ”El cielo y el suelo parecían hervir, y el horror me encendía la sangre”, manifestó.

ESPERANZA OLAYO Y EL REENCUENTRO CON SU PAÍS DE ORIGEN
Pese a todo, el regreso al Perú trajo consigo un aire de esperanza para Esperanza. A través de las páginas de El Comercio, la señora Olayo había hecho un llamado para reencontrarse con sus hermanos: Ernesto, Alfonso, Germán, Rogelio e Hipólito, a quienes no veía desde que había salido del Perú, a mediados de los años 30, en tiempos del presidente Oscar R. Benavides.
En el país oriental se habían quedado sus hijos María, Carmen y Rolando, ya ciudadanos japoneses. Y aquí a Lima vino con su hijo Pablo, quien durante toda la entrevista sostuvo un periódico japonés que informaba del drama de su madre en Hiroshima.
La crónica de El Comercio de ese día no solo relató el regreso de una mujer valiente sino también fue un recordatorio de que, incluso en las circunstancias más sombrías, la esperanza puede florecer. El rostro de Esperanza Olayo, sosteniendo un periódico japonés que informaba de su propia historia, era la imagen de la memoria que se negaba a olvidar, pero que al mismo tiempo se aferraba a la promesa de un futuro mejor, rodeada de los suyos.

Esperanza Olayo, su hijo Pablo y los demás peruanos y japoneses que llegaron ese día a Lima, venían a conmemorar un evento histórico: el 60º aniversario de la fundación del antiguo Colegio Japonés de Lima, que ya para entonces era la Gran Unidad Escolar “Teresa Gonzales de Fanning”, en la avenida Mariátegui, en Jesús María.
La ocasión era propicia para el recuerdo y la reflexión. Y en medio de esa celebración, la voz de Esperanza Olayo de Matsuraki se alzó como un testimonio de que las atrocidades del pasado no debían ser olvidadas, y que el amor familiar y la esperanza son los verdaderos antídotos contra la desolación.