Nuestra patria, Venezuela, ha tenido muchas situaciones a lo largo de su historia contemporánea que han sido nefastas para el ser humano, donde la vida o la muerte dependen del fanatismo por el poder, todo ello incluso a expensas de organismos cuyo objetivo es salvaguardar los derechos fundamentales, pero que por conveniencia política en algunas oportunidades hacen la vista gorda y hasta llegan al límite de justificar los hechos con tal de quedar bien con intereses creados alrededor de causas que, en condiciones normales de hecho y de derecho, deberían tener el más firme rechazo o repudio.
Decían: todo depende del cristal con que se mida. Sí, pero lo que está en juego no es solo el interés político, sino la vida misma o la república en su justa medida, y eso tiene como consecuencia el futuro de la sociedad, la cual por esencia debe buscar el bien colectivo y su permanencia en lo más primario del país, que es ser ciudadano.
Tengo la dicha de conocer gran parte de mi país, Venezuela, y en muchos años de recorrerlo puedo hablar de la nobleza de su gente, de lo espontáneo de su relación amistosa y lo especial de su entrega para hacer su trabajo. Sin embargo, a lo largo del tiempo la población ha sido abusada en su nobleza cuando la política se convirtió en el medio y no en un fin, pues empezaron a deteriorarse los sueños de grandeza, y no hablo de riqueza material, sino de ser socialmente digno, teniendo como norte el bien común.
Siendo yo un adolescente, fui con mi familia a ver una película de nombre “Se llamaba SN”, cuya premisa era la persecución, detención y tortura ejercida por el Servicio Nacional de Inteligencia durante los años más represivos del Estado venezolano, mostrando cómo ciudadanos comunes fueron señalados como enemigos internos y sometidos a un aparato de terror. De esta manera se mide la capacidad del ser humano para la maldad cuando ostenta el poder sin límites ni respeto alguno por los derechos básicos del individuo.

En este filme se veían las torturas que se infligieron a los presos políticos durante la dictadura del general Marcos Pérez Jiménez en la década de los cincuenta. Esto motivó una tertulia en mi hogar por mi curiosidad sobre estos maltratos. En conclusión, repudiamos totalmente estos hechos. Además, mis padres siempre fueron ajenos a la actividad política partidista; sin embargo, podíamos discutir con mucho respeto sobre cualquier situación del país, sin fanatismos, siendo capaces de referirnos directamente a hechos concretos de la política o social. Ellos me decían que en esos años todo el que se metía en política podía ser llevado a las mazmorras de la Seguridad Nacional para ser interrogado, y si no lograban lo que deseaban eran maltratados y vejados hasta convertirlos en despojos humanos, con el riesgo de perder la vida sin consecuencia legal para los violadores por esos actos cometidos al amparo del gobierno, porque no había ningún poder que se opusiera, ya que así funcionan las dictaduras. Una vez que el país retomó la senda democrática hubo excesos o escándalos; sin embargo, existieron mecanismos, de acuerdo con el derecho y el debido proceso, para solucionarlos casi siempre de forma satisfactoria.
Hoy en día observo con estupor las numerosas declaraciones de personas acusadas de ser presos políticos, privadas de libertad durante los gobiernos de Chávez y Maduro. Estas declaran haber sufrido las peores torturas, y cabe preguntarse: ¿Acaso no tiene derechos incluso el peor de los bandidos? ¿De qué forma se institucionalizó el suplicio? Es decir, ¿Se llamaba SN, versión siglo XXI? Y viene a la memoria lo ocurrido en los años de la Segunda Guerra Mundial, cuando ante las masacres de los campos de concentración la sociedad alemana se excusaba diciendo: “no sabía lo que ocurría ahí”, o peor aún, los militares se justificaban afirmando: “yo estaba cumpliendo órdenes”.

Para colmo, en estas últimas semanas dos personas privadas de libertad en los Estados Unidos, los generales de división del ejército venezolano en condición de retiro Hugo “El Pollo” Carvajal y Clíver Alcalá Cordones, quienes se declararon culpables y ocuparon altos cargos en los gobiernos de Hugo Chávez y Nicolás Maduro, han escrito sendas misivas al presidente de esa nación norteamericana confesando múltiples delitos al amparo y complicidad del estado, entre ellos violaciones a los derechos humanos. Entonces toca decir: cuando el río suena, piedras trae.
No se trata de banderas ideológicas ni de simpatías partidistas. Se trata de un principio elemental: el poder sin control degenera, y cuando la justicia se subordina al discurso político, el ciudadano queda indefenso. Normalizar el abuso, relativizar la tortura o justificar la violación de derechos humanos por conveniencia coyuntural es abrir la puerta a que cualquier sociedad repita sus peores capítulos, aun cuando jure que ya los ha superado.
La historia no se repite por casualidad, se repite por omisión. Callar, mirar hacia otro lado o minimizar el dolor ajeno convierte a la sociedad en cómplice silenciosa. La memoria no debe ser selectiva ni acomodaticia: debe ser un ejercicio constante de conciencia, porque solo desde el reconocimiento honesto de los errores se puede aspirar a un país donde el poder esté al servicio del ciudadano y no el ciudadano sometido al poder.
Un fraterno abrazo a todos.
Corrector de estilo: Licenciada Milenka Mancilla Velásquez.
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