La oxigenación por membrana extracorpórea (ECMO, por sus siglas en inglés) representa una de las intervenciones más complejas y de alto nivel en medicina crítica, diseñada para asistir temporalmente el funcionamiento del corazón y los pulmones cuando estos fallan de forma tan severa que las maniobras tradicionales ya no alcanzan.
Cuando un paciente sufre un paro cardíaco prolongado o falla respiratoria extrema —y no responde a ventilación mecánica ni otros tratamientos—, la ECMO actúa como puente vital: un circuito externo extrae la sangre del cuerpo, la oxigena, elimina dióxido de carbono y la devuelve al torrente sanguíneo, asegurando así la oxigenación de los órganos mientras el cuerpo intenta recuperar su función.
Este soporte circulatorio puede marcar la diferencia entre un desenlace fatal y la posibilidad de recuperación, aunque no garantiza el éxito por sí mismo.
El uso de ECMO requiere centros con infraestructura especializada, equipos multidisciplinarios (cirujanos cardiovasculares, perfusionistas, intensivistas, enfermería crítica) y criterios rigurosos para seleccionar a los pacientes adecuados: edad, estado previo, tiempo sin pulso, y ausencia de daños neurológicos irreversibles. En ciertos informes, este recurso ha reducido de forma significativa la tasa de mortalidad entre pacientes que, de otro modo, no tenían opciones.
A pesar de su capacidad, la técnica también implica riesgos —hemorragias, infecciones, daño renal u otros— y un proceso prolongado de recuperación que exige cuidados intensivos posteriores.
La ECMO no es simplemente “encender una máquina” para revivir a alguien al instante, pero sí ofrece una ventana de esperanza crucial. Permite que el cuerpo recupere la circulación y oxigenación antes de que se produzcan daños graves e irreversibles. En resumen: de la muerte a la vida, en minutos, cuando el tiempo y la tecnología se alinean.

